lunes, 20 de abril de 2009

La burocracia local

Más de un mes nos ha costado que las autoridades locales nos hagan el visado de entrada en este país. Hasta ahora teníamos uno provisional, y el que nos han concedido es por un año de duración. Será que piensan que alguno de los nuestros, debido al proceso de yibutización que están experimentando, posiblemente decida no volver a España cuando llegue el relevo. No es mi caso.

El Ministerio del Interior es un sitio curioso. Quizás sea mejor definirlo como un antro infecto, desvencijado, lleno de mugre y donde los chinches campan a sus anchas.

La calle por la que se accede a su interior es de tierra y está plagada de escribientes. Son personas sentadas en cajas o latas oxidadas, bajo un tenderete elaborado con restos de sombrillas y otros trapos varios que por un módico precio, mecanografían en sus ancestrales máquinas de escribir, los formatos necesarios para conseguir papeles al batallón de inmigrantes que cada día decide regularizar su situación en el país.
Alguno de los escribanos tiene mucho mérito, pues las máquinas (tipo oficina años
veinte en España) no tienen carro de retorno y carecen de la mitad de las teclas por lo que deben pulsar directamente sobre el hierro que algún día debió sujetar la letra correspondiente.

El acceso al recinto está protegido con una verja, pintada hace treinta años de azul, que es abierta “automáticamente” por el policía de la puerta, por el procedimiento de tirar del alambre desde la garita donde se resguarda del intenso sol de mediodía.

El edificio, rodeado de árboles, de una sola planta, es de estilo colonial y luce un cartel pintado a mano donde puede leerse en frances "Ministerio del Interior". Debió presentar un aspecto fantástico en tiempos de la dominación francesa. Hoy, se cae a cachos. La gente hace cola en oxidadas y vetustas barandillas en el exterior del edificio. Se asemejan a las barandillas que se puede encontrar en la ventanilla de una estación de tren. Las colas se forman un tanto desordenadas, aunque no tanto como en Nápoles porque aquí la gente parece no tener prisa, bajo techados de aluminio soportado por deteriorados palos de madera que hacen las veces de columnas.

Quien no cabe bajo el cobertizo, espera tranquilamente sentado bajo la sombra de los árboles frente al edificio. En pequeños bancos de piedra, en cajas y latas varias, en un pequeño escalón, en el suelo, en cuclillas, ¡no hay prisa! El aspecto del ropaje es, como siempre, muy colorido. Túnicas, velos y pañuelos cubren cabezas de mujeres (algunas caras también para las islamistas más ortodoxas) y piernas de hombres. Pese a la suciedad de las mismas, resultan muy llamativas y vistosas.

Nosotros, privilegiados por nuestra condición, pasamos directamente al interior por un estrecho pasillo de techo desconchado hasta acceder a una tórrida salita con una mesa rota, desencajada, de las que ningún amante de las antigüedades ni siquiera miraría y un ventanuco que apenas deja pasar la luz exterior. El ambiente es asfixiante.

Después de muchas idas y venidas, ruegos múltiples, afectuosos saludos de manos sudorosas y regalitos varios (gorritas, camisetas, llaveros y otra quincalla varia) a varios funcionarios locales, hoy hemos encontrado la solución:

Tras entregarle al Oficial de policía un par de sobres de “Smecta”, por fin tenemos los pasaportes.

Y es que no es imaginable ...lo que en D´Jibouti un antidiarreico puede curar.

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