La Constitución de D´jibouti declara el Islam como religión de Estado, sin embargo admite la libertad religiosa y el Gobierno, generalmente, es admisivo con dicha práctica. Así pues, el Gobierno no sanciona “oficialmente” a quienes ignoran las enseñanzas islámicas o practican otros cultos.
A pesar de la libertad religiosa, más del noventa y tres por ciento de la población es musulmana sunní. Los cristianos (franceses censados incluidos) no llegan al cinco por ciento, el resto agnósticos, hindúes y etíopes ortodoxos y protestantes. Aunque no existe norma legal contra el proselitismo de otras religiones, la práctica y las normas culturales locales hacen difícil su difusión pública, pero hay que reconocer que aquí hay iglesia y cementerio católico, ¡que no es poco!
En cambio, en la vecina, caótica, ingobernable y convulsa Somalia, su gobierno (autoproclamado oficialmente como tal a principios de este año en D´jibouti) aprobó hace poco más de un mes la Sharia como único remedio para restablecer el orden en el país Allí, las lapidaciones son algo habitual. La Sharia consiste, para los musulmanes, en aplicar la ley de Dios tal como fue revelada por Mahoma. Esta Ley Islámica constituye un código detallado de conducta e incluye los criterios de la moral y de la vida, las cosas permitidas o prohibidas, las leyes separadoras entre el bien y el mal.
Afortunadamente, D´Jibouti no profesa la Sharia formalmente, sin embargo, la costumbre hace que esté adoptada por la mayoría de la población yibutí… en un mayor o menor grado, como una cuestión de conciencia personal. Esta ley Sharia es completamente discriminatoria contra las mujeres. La aplican los hombres y es la manera de que ellos ven “su forma de crecer su cultura y el bienestar de cada ciudadano".
Entre las chavolas de las poblaciones más humildes y pequeñas de los suburbios de D´jibouti, no falta nunca una impoluta mezquita. Si la barriada es más populosa, las mezquitas aparecen por todas partes. Tampoco es extraño encontrar grupos rezando sus oraciones mirando a la Meca entre cuatro piedras, encima de algún cartón, a tres o cuatro metros del arcén de cualquier carretera.
Al atardecer, los cánticos religiosos resuenan en toda la ciudad… mis compañeros, repiten en voz alta con cierta “coña”: “Aleeeeeeti, Aleeeeeeti”. Realmente tengo la sensación de encontrarme en las afueras del Calderón, a la orilla del Manzanares, escuchando de fondo los cánticos de la afición colchonera.
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